Las termitas son unos seres sorprendentes. Entre otras llamativas características, estos insectos viven en colonias que pueden alcanzar los dos millones de individuos y cuentan con especies que, en las áridas sabanas de África y Australia, construyen montículos de tierra de entre dos y seis metros altura y de hasta mil metros cúbicos de volumen que les sirven como confortables nidos termorregulados.
Otro dato que puede sorprender a más de uno es que todas las acciones que realizan estos minúsculos animales están programadas genéticamente. Su sistema nervioso no está lo suficientemente desarrollado como para tener la facultad de aprender y, por tanto, no son capaces de adaptar su patrón de conducta a una situación dada. Se limitan a responder a los estímulos que reciben del exterior con la solución indicada en su código genético. Pero entonces, ¿cómo se las apañan para construir sus mastodónticos nidos?En el recomendable libro Cómo el Homo se convirtió en Sapiens del catedrático de Ciencia Cognitiva sueco Peter Gärdenfors se puede encontrar la explicación: “Otro ejemplo intrincado lo constituye el modo como las termitas construyen sus montículos. Se trata de estructuras complejas con muchas bóvedas y pasadizos. No obstante, no hay un arquitecto que diseñe la planta ni un capataz que esté al mando de la obra. Las termitas no tienen “ilustración” alguna de lo que están haciendo. Ruedan sus masas de barro que, desde el principio, se colocan al azar. Las bolas de barro o arcilla contienen una fragancia que es irresistible. A las termitas les gusta dejar sus bolas donde la fragancia es más fuerte. En realidad, esto es lo único que las guía.
David Sucunza Sáenz
Categoría: Ciencia, Biología, Ecología
2 comentarios:
Me llama la atención ese mecanismo tan simple generador de complejidad (algunos hablarían de propiedad emergente): «a las termitas les gusta dejar sus bolas donde la fragancia es más fuerte». Y eso basta para que sean capaces de levantar el termitero, sin necesidad de arquitecto. Si lo trasladamos al ámbito humano, queda claro que no seríamos capaces de hacer nada parecido. Muy probablemente, los obreros acabarían a palos discutiendo por sus bolas, y no sería de extrañar que algunos hiciesen desaparecer, secretamente, las bolas del compañero para dejar las suyas —mucho mejores— en el lugar más señalado. Está claro que la organización social del hombre, cuando existe, no es ninguna propiedad emergente.
El otro día oí que los insectos crean sociedades perfectas (bueno, quizás fue en una película de baja calidad, con escenas apocalípticas en las que insectos superdesarrollados acaban con el ser humano). En otros sitios (más serios) se habla de superorganismos. Al parecer, en las sociedades de insectos cada individuo tiene su tarea asignada y su lugar, y no queda sitio para la exclusión social, la depresión, el desempleo, la desorganización. Por otro lado, si un individuo tiene que ser sacrificado por el bien común, el superorganismo no duda en ejecutarlo, porque el individuo nada vale.
Quizá la grandeza de la especie humana resida en su incapacidad; en una complejidad absurda, más allá de lo emergente, que nos arrastra a la ineficacia absoluta. Yo, en cualquier caso, prefiero que siga así.
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